En la época de los Austrias, de la casa sucesora del Reino de España, unificado por matrimonio y conquistas, donde su primer descendiente, Carlos I de España y V de Alemania, el Emperador, no heredó afición, pero sí aprovechó su continuo deseo de guerrear para poner en auge el lanceo a caballo de esas fieras, que hasta ahora eran designadas por carniceros y labriegos entre las que pensaban que eran de peor condición, mejor en el sentido literal taurino, más fieros, acosadores y que podían dar más juego. En el reinado de la casa Austria llega el esplendor del arte ecuestre, dándose inicio al arte del Rejoneo, creándose sus bases y formas. De la lanza guerrera, como acto bélico de lucha entre jinete y alimaña, se pasa a un refinado espectáculo de entretenimiento cortesano, de inspiración artística clara en la que se sustituye por el rejón.
Pero esta afición práctica de las clases privilegiadas no habrá de ser el único factor desencadenante del auge y esplendor de la fiesta de toros durante los siglos XVI y XVII. El espectacular desarrollo de las ciudades va a generar una nueva concepción urbanística que privilegia los grandes espacios abiertos y, muy especialmente, las plazas mayores. Concebidas éstas como punto de encuentro de todos los grupos sociales - máxime cuando la celebración de algún evento propicia esta "promiscuidad callejera de linajes" a la que fueron los Austria tan adeptos -, las plazas mayores de las grandes urbes van a dar cabida a centenares de acontecimientos taurinos que, convocados so capa de solemnizar cualquier suceso memorable, no son en realidad sino el reflejo de la necesidad que tienen todos los aficionados, desde el monarca hasta el último de sus súbditos, de seguir alimentado su pasión taurófila.
Esta afición extensa y colectiva va a originar otra novedad respecto al toreo del Medioevo, novedad muy pronto concretada en la multitud de escritores y tratadistas que tomaron la pluma para pergeñar los primeros ensayos sobre toros, caballos y toreros (embriones de lo que, andando el tiempo, serán las historias del toreo -como la de Cossío- y las Tauromaquias -como la de "Pepe-Hillo" o la de "Paquiro"-); dejar constancia, en relaciones escritas en verso o en prosa, de lo sucedido en cualquier fiesta de toros (preludios de las crónicas taurinas); y, sobre todo, entablar las primeras polémicas acerca de la práctica del toreo (orígenes remotos de la hoy copiosa, y, casi siempre, pastosa, literatura anti-taurina). Quiere esto decir que, frente a los textos medievales recogidos en cualquier historia de la Tauromaquia (textos que sólo se hacen eco de algunas noticias taurinas cuando éstas rodean, circunstancialmente, al protagonista del relato o a su tema central), por primera vez va a aparecer, a lo largo del siglo XVI, una literatura específicamente taurina. Y así leemos a autores como Fernández de Andrada, Fernando Chacón, Pedro Aguilar, Ramírez de Haro, Gregorio Tapia y Salcedo, Pedro Mexía; fray Jerónimo Román, Luis Zapata de Chaves, que en el S. XVI, dan claves sobre La Tauromaquia, precedentes de los dichos anteriormente, amén, de que existe una abundante literatura taurina sobre todo tipo de acontecimientos y hechos acaecidos, en los cuales se inserta multitud de fiestas y eventos taúricos organizados.
Y en lo tocante, en fin, a las tempranas controversias acerca de si es o no es lícito el ejercicio del toreo, lo primero que cabe reseñar es que, en los siglos XVI y XVII, sus detractores peroran siempre desde una posición religiosa o moral que se preocupa, ante todo, por la vida de quienes la exponen ante un toro, y no por el sufrimiento o la muerte del astado. Considerada desde esta perspectiva, la militancia antitaurina del Siglo de Oro apenas coincide con la de los animalistas de hogaño -preocupados, sobre todo, por el sacrificio de las reses-, salvo en que unos y otros tienen un objetivo común: la abolición de los festejos taurinos. Véase de qué manera cifraba sus objeciones morales fray Damián de Vegas, en su Libro de poesías christianas (Toledo: Pedro Rodríguez, 1590):
"¡Oh bárbaros inhumanos,
que pueden con gusto estar
viendo amorcar y matar
los toros a sus hermanos,
con riesgo -digno de lloro-
de al infierno condenarse,
muriendo sin confesarse
entre los cuernos del toro".
Hubo, con todo, algunas excepciones protagonizadas por quienes, siendo buenos conocedores de la idiosincrasia de sus paisanos y de las tradiciones arraigadas en su tierra desde tiempos remotos, estimaron que la fiesta de toros nunca podría ser abolida por decreto, y propusieron, en consecuencia, una serie de sugerencias que -supuestamente- la harían menos peligrosa para la integridad física de sus oficiantes. Entre ellos, es obligado destacar la bondad, la mesura y, desde luego, la dulce ingenuidad del doctor Cristóbal Pérez de Herrera, Protomédico de las Galeras de España; el cual, en su Discurso [...] en que suplica a la Majestad del Rey don Felipe [...] se sirva mandar ver si convendrá dar de nuevo orden en el correr de toros, para evitar los muchos peligros y daños que se ven con el que hoy se usa en estos Reinos (Madrid, 1597), postuló algunos remedios tan peregrinos como que "no hagan más de una o dos fiestas por año", o que "tengan [los toros] serrados los cuernos un palmo cada uno, [o lleven] unas bolas de metal huecas, o de madera fuerte en las puntas dellos". No obstante, es justo reconocer que, junto a estas sugerencias, el Dr. Pérez de Herrera supo también anticipar algunas mejoras que, muchos años después, acabarían por incorporarse a las corridas de toros y a otros juegos protagonizados por el hombre y el ganado bravo (así, verbigracia, "inventó" el burladero cuando propuso "poner algunas medias pipas de madera terraplenadas de arena para socorro de los de a pie, pues se atrincherarían detrás dellas").
Respecto a los detractores abolicionistas, hay que empezar por señalar que las instancias gubernamentales a las que dirigieron sus peticiones de suprimir las fiestas de toros dieron, por lo común, la callada por respuesta, o se mostraron muy renuentes siquiera a considerar sus súplicas. Y ello no solamente era debido a que las propias autoridades participaban de esa pasión taurófila tan general y extendida por todo el Reino, sino también a que, como llegó a observar el mismísimo Felipe II en una conversación privada con el Nuncio Castagna, los altercados con que sería recibida la prohibición del toreo acarrearían un daño mucho mayor que el originado -según exageraban los prohibicionistas- por el consentimiento de su práctica. Véase cómo da cuenta de ello el propio Nuncio de Su Santidad, en una epístola remitida al Cardenal Alexandrino:
"Hablando como por mi cuenta en una ocasión con S.M., traté de persuadirle que quitara las corridas de toros, y en suma hallé que literatos y teólogos han aconsejado muchos años ha que no son ilícitas, y entre otros alegan a fray Francisco de Vitoria. Y S.M. dice que no cree poderlas quitar nunca de España sin grandísimo disturbio y descontento de todos los pueblos, y, en suma, no encuentro en esto buena correspondencia".
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