La verdad es que Pamplona es una ciudad de las de vivir, y que seguro será de las de mejor calidad de Europa en cuanto a servicios, limpieza, metros cuadrado de verde por habitante, calles y parques bien distribuidos, actividades sociales, clubs, sociedades de todo tipo, cultura presente en todo momento, historia como pocas, un recinto amurallado digno de visitarse en su conjunto, y sin embargo cuando llegan estas fechas uno se hace la misma pregunta: ¿por qué carajo no pillaré alguna actividad que me quite cinco meses de este 'pueblo' y me lleve al sur? Sí, al sur, y a poder ser a ese Cádiz inmenso, el de las mil caras, el de la playa y sus anocheceres, en de las ciudades y su encanto, el de los pueblos blancos y su Grazalema; ese Cádiz de marineros, serranos, vaqueros, vinateros, urbanitas y aldeanos; ese Cádiz de las dos provincias como dicen los del Campo de Gibraltar al llamarse la novena; el Cádiz del poniente y del levante, de la gracia y la locura, del gitano y del payo. Un Cádiz donde montar a caballo en la playa, y a poco toparse en serranía con dos toros de aúpa mirándote a los ojos. El de los anocheceres rojizos, acaramelados en fresa, el de la copita compartida, el del trabajo diario, nunca abandonando las labores que del aire no se vive. Pero, y si se viviera. Si se viviera del aire, de la hermosura, de la contemplación, de los amigos, de la vista encendida que te deja espacio para que entre todo lo que insulfla vida al alma, todos viviríamos en Cádiz. En Cádiz inmenso. Al menos durante estos tiempos que tanto me matan el cuerpo, que tanto derrumban mi ánima.
¡Pepeee! ¡Hazme un hueco! Que por aprender, sabes que soy capaz de aprender de todo, y de medicamentos sabes que, por desgracia, estoy bien puesto.
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