lunes, 3 de octubre de 2011

La Tauromaquia y sus antis (Capítulo III)

 
No podemos dar por hecho, que la seguridad que ejerce la protección de la Corona, sea excluyente de los movimientos contrarios a los festejos de toros. Al contrario, son muchos los movimientos entre principales de la Iglesia porque se derogue estas prácticas, que como vimos en el anterior capítulo venían dadas por el sentimiento humano, no por el animalismo actual. Y es que, decían esos 'buenos prelados' que de la muerte en las plazas, sin confesión, ni bula, el infierno les llevaría atrapados, perdiéndose por tal locura, de Cristo, nuestro Dios, su rebaño.

Así las cosas, los partidarios de la prohibición, viendo que las autoridades civiles no podían ni querían dictar leyes que vedaran las fiestas de toros, recurrieron al amparo de la Iglesia; y, alegando las ya apuntadas razones de carácter humanitario, consiguieron que el Papa Pío V promulgara, con fecha del 1 de noviembre de 1567, una bula que amenazaba con la excomunión de "los príncipes cristianos" que permitieran en sus territorios los enfrentamientos entre hombres y fieras (con explícita alusión a los toros bravos). El Papa, so pretexto de "apartar a los fieles de todo el mismo rebaño de los peligros de los cuerpos y también del daño de las almas", proveía a través de dicha bula que se negara la sepultura cristiana a quienes resultasen muertos a raíz de cualquier ejercicio taurino, y prohibía expresamente a los clérigos -"así regulares como seglares"- que estuviesen presentes "en los dichos espectáculos". Asimismo, vedaba Pío V la solemnización de festividades cristianas por medio de las corridas de toros.

Esta fue la primera y más clara batalla en contra de los festejos con toros que se daban. La conmoción que provocó el contenido de esta bula papal tuvo tales efectos entre los súbditos del Felipe II, que el propio monarca se creyó en la obligación de exigir ante el nuevo Papa Gregorio XIII una revisión y un levantamiento de estas estrictas prohibiciones y de los severos castigos que su incumplimiento acarreaba (especialmente entre el estamento eclesiástico, donde, por cierto, había una gran cantidad de aficionados). Así, el 25 de agosto de 1575, sólo ocho años después de la tajante bula de Pío V, Gregorio XIII promulgaba otra bula cuyo contenido levantó esta vez las iras de los prohibicionistas:
"Nosotros, inclinados por las suplicaciones del dicho rey don Felipe, que en esta parte humildemente se nos hicieron, por las presentes con autoridad apostólica revocamos y quitamos las penas de descomunión, anatema y entredicho y otras eclisiásticas [sic] sentencias y censuras contenidas en la constitución del dicho nuestro predecesor, y esto cuanto a los legos y los fieles soldados solamente, de cualquier orden militar, aunque tenían encomiendas o beneficios de las dichas órdenes, con tal que los dichos fieles soldados no sean ordenados de orden sacra, y que los juegos de toros no se hagan en día de fiesta [...]".

Quedaba, pues, libre la participación de los legos en las fiestas de toros, pero no así la concurrencia a ellas de los discriminados aficionados eclesiásticos. Ello originó no pocas tensiones y altercados entre los muchos clérigos que, con bula y sin bula, siguieron acudiendo a los juegos de toros, y los pocos que, habilitados por la sanción papal, se empecinaban en perseguirlos y denunciarlos. Cuando, a 14 de abril de 1586, el Papa Sixto V promulgó una constitución apostólica recordando la vigencia y validez de las disposiciones de sus predecesores, y censurando acremente el comportamiento de los clérigos que presenciaban las corridas de toros y de los teólogos que los exoneraban de culpa, el Obispo de Salamanca -a quien va dirigida esta declaración pontificia- creyó tener en su mano la llave que le permitiría clausurar los festejos taurinos en su diócesis. En efecto, don Jerónimo Manrique Aguayo, Obispo de Salamanca y uno de los más enconados detractores de la fiesta de toros en la segunda mitad del siglo XVI, se había escandalizado de que "algunos lectores de esta Universidad de Salamanca enseñan y afirman que las dichas personas eclesiásticas pueden ver dichos espectáculos y agitación de toros sin pecado"; y había apelado a la suprema autoridad de Sixto V para que el Sumo Pontífice recordase por escrito la prohibición que afectaba al estamento eclesiástico. Con la respuesta papal en la mano, se dirigió a la Universidad de Salamanca (que, por aquel entonces, llegó a tener una partida presupuestaria para afrontar los gastos originados por las fiestas de toros convocadas para celebrar los doctorados) y exigió que en ella se vedasen estos festejos taurinos y, sobre todo, que sus teólogos no disculpasen a los clérigos que concurrían en ellos. La respuesta de don Sancho Dávila, Rector de la Universidad, hizo ver a las claras al Obispo que, por muchas constituciones apostólicas que trajera, la batalla contra la afición taurina la tenía perdida de antemano:
"Porque si el Señor Obispo quiere, como pretende, meterse en castigar estudiantes que tengan los dichos requisitos, demás de ser contra las Constituciones y Estatutos de la Universidad, los estudiantes es gente moza e inconsiderada en semejantes ocasiones, y que no sufrirá tener tantos jueces; y a la primera ocasión que se le ofrezca, como son muchos, se revolverá toda la Universidad y Ciudad".
Respuesta clara y tajante, muy similar a la que emitió don Luis de Góngora cuando, siendo racionero en Córdoba, había sido acusado de asistir a los toros y llevar una vida demasiado relajada -cuando no disoluta- para un componente del coro catedralicio:
"Si vi los toros que hubo en la Corredera, las fiestas de año pasado, fue por saber iban a ellos personas de más años y más órdenes que yo, y que tendrán más obligaciones de tener y entender mejor los motus propios de Su Santidad".

De todo ello se infiere que la prohibición fue considerada por casi todos los clérigos -a excepción de algún abolicionista furibundo y exaltado- como una orden escrita en papel mojado, por mucho plomo con que la dignificase el sello pontificio; y, sobre todo, que la tradición y la costumbre siempre han pesado más que cualquier ordenanza civil o eclesiástica, aun en una época en la que lo usual en España era defender con el mismo ahínco a Roma y al Imperio de Su Católica Majestad (contrástese esta "desobediencia torera" con la feroz militancia contrarreformista de casi todos los españoles, y se apreciará claramente el peso específico del toreo en su idiosincrasia). Don Luis de Góngora pudo seguir asistiendo a cuantas fiestas de toros le plugo ver (como quedó después testimoniado en su soneto dedicado al marqués de Velada, "herido de un toro que mató luego a cuchilladas", y en sus décimas "A don Gaspar de Aspeleta, a quien derribó un toro en unas fiestas"); y el resto de los ingenios del Reino -clérigos o legos- se aplicó del mismo modo a celebrar por escrito las hazañas toreras de la nobleza.

Pero no faltó algún poeta anónimo que llorara también las cogidas mortales de aquellos mozos de a pie que auxiliaban a los nobles dentro de los cosos, prestos a hacer el quite con su capa cuando los derribos de los caballeros así lo exigían. A través de ellos sabemos, por ejemplo, que una cornada de caballo acabó con el humilde, pero célebre, Manuel Sánchez, "el de Monleón":
"Compañeros, yo me muero;
amigos, estoy muy malo;
tres pañuelos tengo dentro,
y este que meto son cuatro".

Al margen del curioso método utilizado entonces para taponar la herida y calibrar la profundidad de la cornada, este romance muestra también que la importancia de los susodichos auxiliares de a pie va creciendo a medida que avanza el siglo XVII. La fiesta de toros siguió gozando de magnífica salud, abarrotando plazas mayores durante todo este siglo, y concretándose, ya casi en los albores del siguiente, en larguísimos espectáculos matutinos y vespertinos que, lejos de hastiar a los aficionados, fueron preparando el terreno para la formulación y consolidación del toreo moderno en el siglo XVIII..

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