jueves, 29 de septiembre de 2011

La Tauromaquia y sus antis (Capítulo I)

A lo largo de la historia moderna, por no irnos hasta la antropología prehistórica, que sería para otros artículos, el seguimiento popular de los toros se ha dado como algo propio de la mugrienta plebe, que se desafiaban, mostraban su valor ante los vecinos, e incluso, algunos, con arrojo lograron captar la mirada de los prebostes y conseguían cambiar el signo de su marcado nacimiento. Estos juegos del populacho, sabedores todos que eran con animales fieros, que lo parecían, sin seleccionar, tienen muchas referencias desde el S.XIII, cuando los escritos se escapan del mundo monacal, y los diversos monarcas de la península ibérica empiezan a datar acontecimientos y fechas señaladas. En esa Edad Media, se ve claro, el disfrute de prohombres y populacho por esas osadas lides.

Más tarde, en el principal reino de la península, pesar de que Enrique IV y los caballeros de su corte mantuvieron -y aun acrecentaron- esta afición a los toros en Castilla y León, el último cuarto del siglo XV contempló una peligrosa decadencia de las costumbres de lidiar y correr toros bravos, decadencia que bien puede atribuirse -atendiendo al obligado punto de referencia que, en aquella época, constituían los monarcas respecto a la emulación de sus cortesanos- al desinterés y la aversión que los festejos taurómacos provocaron, respectivamente, en Fernando e Isabel. Se sabe que la reina de Castilla se horrorizó al presenciar una corrida en Medina del Campo, y que el rey Fernando, considerando erróneamente que la afición taurina de sus súbditos tenía su origen en prácticas musulmanas, dio prioridad a la solemnización de eventos a través de justas y torneos, en detrimento de los juegos con toros bravos. Don Natalio Rivas se hace eco de una curiosa crónica que relata las fiestas celebradas en Segovia en 1490, con motivo del enlace nupcial entre la Infanta Isabel y don Alonso de Portugal; allí se advierte que los segovianos pudieron gozar de todas la diversiones que eran entonces frecuentes, salvo de las corridas de toros, que quedaron expresamente excluidas del "programa de fiestas". Ahí, podemos datar los primeros desencuentros taurinos, las primeras prohibiciones, que llegando desde lo más alto, por imperativo real, hicieron que la tauromaquia del pueblo fuera denostada.

Pero la afición que desde tiempos remotos llevaban inculcada el pueblo y la nobleza no sólo aguantó sin merma alguna este desprecio de los Reyes Católicos, sino que pronto se vio recompensada y reforzada con la subida al trono de Carlos I. El emperador, que unía a sus dotes teóricas de estratega su natural propensión a la práctica de la acción bélica y de otras actividades arriesgadas, halló en el ejercicio de alancear toros bravos un magnífico entrenamiento para conservar la agilidad y el vigor en tiempos de paz. Si a esto se suma la inclinación de los monarcas de la Casa de Austria hacia los festejos populares celebrados al aire libre (desfiles, carnavales, procesiones, representaciones dramáticas, etc.), es fácil comprender el auge que experimentó la fiesta de los toros durante los siglos XVI y XVII, capaz de resistir, incluso, las gazmoñas andanadas que, en forma de excomunión, le lanzaron desde Roma.

Una notable variación va a afectar, empero, al desarrollo del toreo áureo en relación con las prácticas taurinas medievales: si el propio emperador Carlos I -al igual que el rey don Sebastián, en Portugal- da muerte a toros bravos alanceándolos desde su montura, no es de extrañar que, por efecto de ese mecanismo de emulación cortesana al que ya se ha hecho referencia, los nobles españoles asuman todo el protagonismo en la lidia ecuestre de los toros, relegando el toreo a pie, propio del pueblo llano, a una limitada presencia auxiliar y, casi siempre, meramente decorativa. Son, por ello, escasísimos los documentos históricos y los testimonio literarios que hacen referencia al toreo a pie en el Siglo de Oro, testimonios cuya relativa importancia se advierte bien en el hecho de que suelen constituir digresiones o ideas secundarias respecto al tema principal del discurso en el que están insertos. Buena muestra de todo ello es este fragmento de una oración sagrada que pronunció fray Hernando de Santiago en alabanza de San Bartolomé (Salamanca, 1597), en el que la materia taurina se concreta en un ejemplo con el que el orador viene a ilustrar, por vía de la comparación,sus argumentos:
"Suele suceder cuando un toro bravo sale a la plaza, rostro y cerviguillo ancho y negro, que con su aspecto, furia y bramidos obliga a que todos se pongan en cobro; y que, cuando están llenos los tablados y solo el coso, sale un hombre que sólo con su capa en la mano le silba y le provoca y le incita: todos le han lástima y le tienen por muerto y, aunque le den voces, de nada se turba; antes -severo, entero y reposado-, si el toro no le quiere, él se le llega y, cuando le arremete, cerrando los ojos, a dar la cornada, déjale la capa en los cuernos, húrtale el cuerpo y parte a la carrera a un puesto seguro a que echó el ojo primero que comenzare a hacer esto. Embravécese el toro con la capa, písala y rómpela, y los que de lejos lo miran piensan que mató al hombre; pero el otro, vivo, se está riendo y holgando en su paz [...]. Toros hubo bravos [...] en tiempos de los gloriosos apóstoles y mártires antiguos [...]. Uno de los que bien torearon con una vaca lasciva y loca (que suele ser peor que toro), aunque en el Viejo Testamento, fue José con su ama: porque le dejó la capa, huyendo el cuerpo, no le diese la cornada en el alma".

Mas, a pesar de que la vivísima pintura de fray Hernando de Santiago pudiera hacer creer que este tipo de lances a pie era muy practicado, durante el Siglo de Oro los cosos españoles fueron principalmente escenarios de toreo ecuestre.

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