De la presunta taurofobia del rey Felipe V, que a pesar de ello, desde su entrada a España tuvo que aceptar festejos en su honor por doquier que pasaba, excusando su asistencia en los que podía, no vino una prohibición expresa. Más bien, al contrario, según veníamos comentando en el pasado capítulo, se fue ordenando y organizando una fiesta tumultuosa, en una ordenada lidia. Abandonado el barroquismo anárquico, llegamos al racionalismo ilustrado, que norma poco a poco, en los años del S. XVIII, lo que serán las definitivas modalidades de la tauromaquia, tan diversas y variadas en el primer tercio, y que, poco a poco, llegan al embrión de lo que hoy en día son.
Con el impass de Luis I, hijo de Felipe, en quien abdicó, para luego retomar la corona, el longevo rey moriría dejando heredero a un Fernando VI, que si no era taurófilo, sí que permitió y agrandó los festejos, dándose con mucha asiduidad, incluso en las cercanías de sus reales dependencias. Y la literatura taurina, las reseñas de sus eventos, las normas sobre el funcionamiento de las diferentes suertes, fue en aumento. Pero, en la Ilustración racional, tiempo en que España estuvo cerca del pensamiento europeo, también sucedió lo contrario. La corriente humanista europea, cada vez menos rural, más preocupada por la naturaleza del hombre que por su bienestar, trajo nuevamente el prohibicionismo a la Fiesta. Alrededor del nuevo festejo se recrudece la polémica de la licitud de las funciones de toros, y desde el punto de vista ilustrado importa menos su licitud moral o la defensa de las posibles vidas humanas en peligro (evidencia de que la mortandad que se producía a fines de la Edad Media y comienzos de la Moderna, había desaparecido prácticamente por completo), como los elementos económicos y políticos (pérdida de productividad y jornales por asistencia a las corridas; matanza de toros y caballos y perjuicios con ello a la agricultura, transporte, alimentación y economía; cuestiones de orden público y moralidad de la mezcla de sexos en la plaza; mala instrucción para el pueblo llano, etc.). Las polémicas se encienden y multiplican en la prensa escrita del momento, que está desarrollándose con notable fuerza en la segunda mitad del siglo ilustrado.
La crítica ilustrada obtuvo al fin sus frutos, y a finales de siglo consiguió que se prohibiesen parcialmente las fiestas de toros en España. En 1778 una Real Orden de Carlos III dio el primer paso en el intento prohibicionista; en 1783 el mismo Carlos III excusó que se hiciesen fiestas de toros o novillos por el nacimiento de los Infantes Carlos y Felipe; en 1785, por Pragmática Sanción, se prohibieron definitivamente todas las corridas cuyo destino económico no fuese a fin de utilidad pública o piadosa, lo que produjo la suspensión de las corridas durante bastantes años en poblaciones de honda costumbre, como por ejemplo en Sevilla (hasta que se reanudaron en 1793) o Valencia (a pesar de que las organizaba el Ayuntamiento para el Hospital General, no se reanudaron hasta 1793). Se repetiría la prohibición en 1787 (por Real Decreto), 1790 y 1791, buena prueba de que en muchos lugares de España la misma no se tuvo en cuenta, y se acogieron a los mencionados “fines de utilidad pública” que la norma de 1785 exceptuaba.
Pero la corrida moderna, a esas alturas, ya había penetrado hondamente en el carácter y espíritu del español medio, y pese a que Jovellanos afirmase que el espectáculo no era propiamente nacional, ya que sólo se daba asiduamente en Madrid y Cádiz, es verdad, por el contrario, que abundaban los festejos por los cuatro rincones de la península, aunque quizá sólo de manera esporádica. Un par de fiestas al año, hasta cuatro o pocas más, era lo acostumbrado en la mayor parte de las capitales de provincia, lo que no impedía que el pueblo anhelase verlas con mayor profusión. Junto a ello, los nombres de sus protagonistas, tanto de picadores como de toreros a pie, se hacen habituales en las conversaciones de cualquier población. La fama de muchos de aquellos lidiadores es superior a la de escritores, dramaturgos o artistas de Bellas Artes. Desde mediados del siglo esos hombres se solicitan por las mejores plazas, y a ellas acuden para aumentar su fama, porque en ellas se dan mayor número de festejos y porque, también, se paga habitualmente mejor. Como decíamos, en torno a las temporadas de Cádiz (y Sevilla) o Madrid, se agrupan las cuadrillas más notables. Nombres como los de Lorencillo, los hermanos Palomo, Melchor Calderón, los Martincho, Juanito Apiñani, Diego del Álamo, Juan Miguel y Joaquín Rodríguez (tío y padre de Costillares, respectivamente), Juan Romero (progenitor de Pedro, José y Antonio) o José Cándido (padre, a su vez, de Jerónimo José Cándido) se harán notablemente populares en las décadas de los años 50, 60 y 70.
Y ya en el último cuarto del siglo aparecerán las tres primeras grandes figuras de la tauromaquia moderna, de su primera edad dorada: Joaquín Rodríguez Costillares, Pedro Romero y José Delgado Pepe-Hillo. Se producirá un enfrentamiento entre Romero y Costillares, desde 1775 en que se presenta el primero en Madrid, y en la propia plaza de la Corte, y entre Romero y Pepe-Hillo, a finales de la misma década, probablemente iniciado en Cádiz. Lid o competencia, no tanto en el ámbito personal como en el técnico y estético, que se verá reflejado en cartas y conversaciones privadas, como la que se deduce de la lectura de la correspondencia del pintor Bayeu con su amigo Zapater, sobre los partidos y preferencias suyas –a favor de Costillares- o de su cuñado, el también pintor, de fama universal, Francisco de Goya, ferviente partidario en los años 70 y 80 de Pedro Romero; o en la misma prensa del momento, sobre todo a partir de la segunda mitad de la década de los 80. En los periódicos madrileños del momento se leerán opiniones, cartas, sonetos o epigramas en tono al mayor valor de uno u otro, incluso de José Delgado y excepcionalmente de otro torero menos conocido, de Cádiz, Juan Conde.
En ese ambiente febril por la tauromaquia, de pasiones que se agitan en torno a los tres grandes toreros del momento, surgen las primeras crónicas taurinas modernas. Por vez primera, y tímidamente aparecerán en la publicación mensual titulada Memorial Literario, Instructivo y Curioso de la Corte de Madrid. El Memorial se publicó desde 1784 hasta 1791, y tras una breve suspensión gubernativa volvería a ver la luz en 1793.
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